Aquel hombre meneaba sus manazas, sus enormes dedazos ensortijados por el oro, con aquellos nudillos tatuados por terribles sauvásticas, y mientras, decía a su interlocutor, al gran Duqe:
―Los contratos obligan, hermano.
Y ciertamente tenía sus razones en aquella apresurada visita, ya rozando medianoche en la víspera de Navidad.
Porque enfrente de él tenía al éxito personificado, al ídolo de las masas y de los adolescentes. Un héroe surgido de las tinieblas y de la calle. Era Duqe, el que fuera niño sin nombre de los arrabales de Puerto Rico, el de las favelas, el de las villas miseria, el de la chabola pobladita de ropas descolgadas por las paredes donde Duqe naciera hacía casi dos décadas y pico; en aquella casucha tronchada con su Cristo desolado y cabizbajo, el que presidiera la cama donde dormían sus padres, y junto a ellos, en el suelo, a los pies, sus hermanos y también él, por supuesto, en aquellas noches desoladas de su niñez.
Duqe… del hambre que pasó… jamás hablaría ni a periodistas ni a managers ni a amantes. Ni una solita palabra. Todo se lo guardó, ni chitón dijo. Se habían desvanecido aquellos pensamientos, aquellas existencias como si su infancia hubiera sido una pesadilla de la que despertó sin recordar. Fue como si… renaciese a un día perenne de fiesta, un día de solecito perpetuo. Un festín para la vida y para el sonido latino.
Su visitante esperaba silencioso. La respuesta de Duqe no podría demorarse.
Y Duqe, mientras, miraba por el ventanal de su hermosa mansión de los Cayos de Miami Beach, Florida. Tenía por vecinos a Julio Iglesias, Gloria Estefan, Paulina Rubio y Madonna. Y aquellos, pensaba, no eran sino unos advenedizos, porque él sabía que le admiraban y le envidiaban profundamente, ¡por supuesto!: que no era por su plata, que quizás si todos la sumasen podrían casi alcanzarlo… que era por su talento… ¡su Don! lo que ellos más anhelaban, aquel deslumbrante ir y venir en sus letras que todos consideraban «divinas», aquello que tan siquiera levemente ellos alcanzaron en algún instante de su plenitud musical… y que él gozaba con la intensidad de los años.
«Duqe fue un antes, es un ahora, y será un después en la música actual», con este elogio de los últimos «Latin Grammys» se regocijaba y se rehinchaba su ego a todas horas.
El visitante tosió para arrancarlo de su ensimismamiento. Aquel tipo miró las puntas metálicas de sus zapatos rojo fuego. Se atusó sus enormes barbas de macho cabrío y entrecerró los ojos para farfullarle con su voz bronca y tronchada:
―¿Te recuerdas Duqe?
Duqe pareció ni inmutarse. ¡Pero cómo olvidar aquellos años! Salir de la miseria sin mirar atrás. Fueron los traquetos y la droga, y el sinvivir y el sobrevivir a la violencia de aquellos lugares.
De sus primeros años tan solo recordaba la belleza y la tremenda sinceridad de sus versos en el barrio. Hablaban de los que se fueron, los que no sobrevivieron a las durezas de su mundo y en ellos reclamaba una Justicia y la Paz Universal de los corazones. Pero nadie escucha al que no existe, eso se decía a sí mismo con rabia. Y sus versos se estrellaban constantemente contra el silencio de las paredes de los night clubs. Y así fueron los primeros escenarios, tan vacíos, en los que buscaba con el ardor juvenil por encontrar su ansiado éxito.
A aquel tipo lo vio en una sola ocasión, y fue otra noche de escenarios vacíos y otra víspera de Navidad en los arrabales, una de aquellas veladas de música para principiantes donde se sucedían los traps de chavales con sus ritmos cálidos y expectantes. Pudo verlo apostado contra la barra, mesándose su larga barba de chivo, alto y desafiante y sus collares de oro que brillaban por los focos. Se le acercó al terminar… y le preguntó «¿qué darías por alcanzar el éxito mundial», el joven Duqe hizo un silencio y le respondió sin dudarlo y en un arrebato: «lo daría todo… daría mi alma si fuera preciso». Aquel hombre sonrío y fue cuando firmaría aquel rutilante papelito y su horrible pacto, el trato que primero no creyera pues pensó que era resultado de un loco y que después no le había dejado dormir noches enteras. «Un track por su alma», encabezaba el contrato que firmó. En cinco años aquel hombre, le dijo, volvería a cobrarse su parte. Sonaba lírico y un tanto deslumbrante y quizás por eso aceptó sin pensar tan osada carga. Por eso tal vez sería el título de su primer gran éxito. Si te ríes de tu destino…
Muy pronto le llamaron sorpresivamente de una disquera. Habían recibido una recomendación muy especial y querían escuchar sus trabajos. Aquella oportunidad Duqe no la desperdiciaría. Y de su interior nacería una fuerza diferente, un arrollamiento, y esas otras voces que lo hacían sentirse vano, y que fueron acallando sus verdaderos mensajes, extinguiendo sus leales y primeras palabras de Paz y Piedad… y las sustituyeron por otras huecas y duras… voces que le decían llegarían mejor y a más público.
Tuvo su primer cameo. Fue top en las listas de reproducción y de aquí surgió la leyenda.
Mientras, sucedió lo peor. No solo fueron sus letras, que fue también su espíritu y su corazón los que se mudaron, o, mejor dicho, se congelaron: El dejar a un lado la familia y amigos para dar un paso adelante. Costara lo que costara, así lo creyó en su momento, pero… ¿Quién le explicaría que aquellos caminos eran los equivocados?
Muchos lo llamaban blasfemo, simple, lascivo por sus canciones… sin embargo no paraban de reproducir su música, de considerarla un esencial de cualquier playlist, y mientras, él recogía sus ganancias y lanzaba otras letras nuevas en una espiral loca… donde cada vez más se sentía alejado de aquel corazón suyo que todavía latía a duras penas.
―¿Te recuerdas Duqe? ―el tipo le insistió y le despertó finalmente de sus pensamientos.
El sol hacía tiempo se había puesto en el horizonte. Miami es un sueño dorado, y las lucecitas navideñas de los fondeaderos, de los «malls» y las carcajadas de las gentes que iban y venían entretenidas, llamaron finalmente la atención a Duqe. Cerró los ojos y formuló la pregunta que siempre había guardado en su interior:
―¿Por qué yo?¿Por qué me elegiste a mí entre todos aquellos?¿No habría cientos mejores que yo?¿Por qué yo y no otros?
El individuo rechinó los dientes y en una horrible mueca le respondió:
―Ningún otro era más cándido y hermoso que tú. Nadie caería desde más alto para pisar el barro.
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En Miami, cerca de la Ermita de la Caridad del Cobre, aquella con su cúpula rematada por una cruz y sus merenderos y palmeras, está el malecón que mira al Atlántico.
En el malecón, junto a la ermita, los latinos celebran todos los años y a su manera las vísperas de Navidad. No es el silencio ni la gravedad que alguien esperase de una vigilia de oración, sino es algarabía y festividad, ¡hasta ruido!, y para nada se diría que lo religioso se perciba como la única razón del encuentro. Es la comunidad que vive y que toma riendas a su tiempo. Con guitarras, cajones de percusión y sintetizadores los chavales se suben a un estrado para improvisar sus letras. Detrás se reparten dulces y cestillos de comida y hay madres abrazando a bebés y abuelos que han traído sus sillas de camping para pasar la noche junto a sus nietos. Hay dominicanos, puertorriqueños, por supuesto cubanos, migrantes de México o de Honduras, todos son de cualquier lugar y de ninguno de América, muchos no llevan ni dos semanas en USA y portan aún el color de sus tierras pegados a los ojos. Otros llevan siglos en Florida, hablan ese inglés rutilante por el que aún los señalan en las calles como extranjeros, pero estos han traído esta noche con ellos a sus hijos, y estos sí que serán los hijos elegidos de Lincoln, y son los que han subido con más ganas para cantar aquellas canciones de ensueños y realidades.
Uno de los párrocos, enjuto y de pocas carnes, el que llevara semanas trabajando para organizar todo aquello, siempre ocupado por el sentido de esta comunidad de fieles, esquiva todo protagonismo y sonríe satisfecho entre las sombras. Es la noche para que sus chicos honren con sus letras y melodías la llegada de Jesús. A su lado tiene al predicador de la iglesia colindante, la iglesia bautista “Poder de Dios”, un buen hombre que desea que los chavales no se pierdan en vicios y sabe con certeza… que, aunque se lo pongan difícil… siempre recogerá hasta la última alma. Ambos aplauden a rabiar cada interpretación.
La velada será larga y amena. Todos suben por turnos al escenario y cuentan sus historias y alaban así al pequeño Nacido. Pero más tarde, cuando la oscuridad ha empezado a recoger a los asistentes surge de entre los más jóvenes los primeros rumores. Nadie los presta atención, sin embargo, sus móviles vibran y vibran… se pasan mensajes los unos a otros. Luego finalmente alguien murmulla:
―Duqe.
La palabra llega como surgida del abismo y automáticamente los despierta. Y miran al otro lado de la bahía y señalan un punto próximo.
Se escucha:
―Lo han encontrado muerto. En su casa… apenas a unas cuadras de aquí… a medianoche.
Llegan más detalles. Todos son horribles.
Se hace el revuelo y la música finalmente se detiene. Llaman al párroco que reaparece de entre las tinieblas y toma el control por instantes de la reunión. No era Duqe santo de su devoción y menos por aquellas letras, locas y retorcidas, pero pues conoce perfectamente cuánto es de apreciado por sus chavales y cómo son influenciados por sus actos no puede ignorar la tragedia. Le alumbran con los foquillos y bendice a los presentes y eleva entonces una pequeña oración, un improvisado responso por Duqe… alguna chavala se emociona y entonces estalla en sollozos por sus palabras. Dicen algunos que hasta podrían haberlo visto aquella misma tarde deambulando por el puerto con su limusina rosa, cotillean los más afortunados, esos que trabajan de barman de los clubes de lujo de los Cayos.
―¿Cómo un hombre al que la fortuna sonríe pudo terminar así? ―la pregunta viaja de boca en boca sin respuesta.
El párroco señala al cielo. Él ha estado toda su vida en arrabales, ha visto subir y caer a tantos Duqes, e intuye la tragedia del cantante: y pregunta a la comunidad allí reunida por el verdadero corazón de Duqe. No por sus letras llenas de oquedades y henchidas de vanidad. No por sus errores ni por sus vicios. Sino por el dolor que seguramente no supo mostrar a tiempo. El dolor que le condujo por el camino de la perdición.
―Si él fue grande por su música― dice― que lo juzgue la historia. Nosotros, como hombres, no vamos a juzgarlo tampoco hoy por sus actos. Que nuestras palabras acompañen su pena.
Los jóvenes apenas entienden al párroco. Son los más viejos los que asienten. Hay un minuto de silencio. Después se invita a que la música continúe en honor a Duqe. Y así fue, toda la noche hasta rayar el alba. Alguien sorpresivamente recuperó no se sabía de dónde sus primeras letras, aquellas que muy pocos conocían aún y que hablaban de aquella Paz que él no supo conservar para sí tras su éxito. Eran las canciones más amadas por ser las menos conocidas. Y eran sin duda sus mejores trabajos. Pronto pasaron de uno a otro, maravillados, extasiados por el descubrimiento y viajarían fuera del malecón ya que nunca fueron comercializadas y eran libres de ser interpretadas por quien quisiera.
Si bien tendría Duqe al día siguiente engolados titulares, funeral televisado, honores, premios póstumos…fueron todos ellos beneficios y riquezas para sus productores. No obstante, Duqe no murió solo y quizás fuese… porque su historia renació en aquel malecón de Miami… y allí su verdadero trabajo recuperó su origen y sentido de libertad. La magia de aquella Natividad fue que si bien el diablo se llevó su vida, su pacto maligno no supo silenciar el aliento de aquellas primeras letras, no supo arrancárselas de su alma y de los chavales que luego las recordarían, por aquel deseo de Paz y de Justicia que tan magistralmente había sabido cantar.
¡Feliz Navidad amigos!