Mikelow se compró un DVD de esos de Sabina en el rastro de Sunset Boulevard; era usado, estaba gastado, hasta diríase que era la merma de un puto bazar chino. Solía llorar con estos chismes, reconocía que los poetas eran todos unos cabronazos. Acompañaba estos momentos con un chupo de Don Julio y aquel veneno era taimado, como la boa constrictor cuando se atraganta en un paritorio.
Él era así un hombre solitario y daría su corazón por mitigar aquella sombra en el entreacto de las palabras de Sabina. Las palabras eran justas y premonitorias. Fuera, la lluvia ardía.
A Mikelow no le restaba mucho más tiempo. Y sin embargo daría con sus huesos con una cualquiera, y sus besos serían la carnaza apercibida.