Luego que se hizo mayor creyó que había dejado de soñar.
Amanecía. El AVE iba tan rápido, y el horizonte era tan rojo, rasgado, como si la madrugada se hubiera devorado a sí misma y la sangre se desgranara en jirones. Era la luna que se descolgaba tan asesina, pensaba al verla a través del vidrio de la ventana, eran la ristra interminable de “blocachos” de ladrillo que yacían plantados y lanzaban sus puñales al abismo. Era la tierra que olía a tierra. Era Madrid. Era un rugido sin voz.
Las cosas pasan porque tienen que ser así. Este es un proceso indomable. Pero J. era un adulto que seguía siendo niño y justamente era esto lo que le haría invencible. Su cabeza era un cuento de hadas. La imaginación y la sonrisa por espada. Pensó que tenía mellada su vida, casi a punto de abandonar. Estuvo a punto de dejarlo todo, perderse, arruinarse, desvencijarse. Pero no fue así, porque en el sin-vivir fue que llegó la luz y la espada y con ella un calor tan fuerte pero tan intenso, un ardor que le sobrevino de su interior, y fue que su corazón se subdividió en dos: La aurícula señaló al norte y el ventrículo al sur. Unos tienen infartos y otros retornan de la muerte y tienen historias que contar.
“Sir” Lancelot armado, caballero de la triste figura. Niño por dentro, adulto por fuera y el mundo por montera y todo lo que haga falta.