Por fin en Santiago. Y sin aliento, frío y helado como solo lo saben estar los muertos, los muertos tras ser abandonados en el campo santo. Como lo son todas las noches de noviembre que se esconden por la niebla. Como lo es la luna agitada apagándose. Eran las piedras tronchadas por la lluvia, por la cornucopia de recuerdos que se hacinan: era yo de niño, admirando, y mi padre y mi madre con mis hermanos y la cámara de fotos que nunca pudo recuadrar la fachada de la catedral. Esa fue la primera vez. También era yo-peregrino, mareado por un viaje sin fin, arramblado, ungido por una cruz y protegido en los soportales del Obradoiro. Fue la tuna con la que cantamos allí mismo, borrachos, quizás cualquier otra tarde de otro verano. Fue el abrazar a quien amo en aquel lugar. Fue el enseñar a nuestro hijo que los penachos eran tan altos que llegarían al cielo sin tocarlo.
Dentro de aquellas piedras dicen que duermen los huesos del apóstol. Tengo dos compostelanas. Tengo bendición del caminante. Pero no son suficientes: por eso regreso.