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(Después de bastante tiempo, el final del relato. Debe ser cosa del verano. Sudar y sudar. Las partes anteriores del relato son http://eloterodelalechuza.blogspot.com/2005/06/el-fsico-imaginario-parte-1-de-3.html y http://eloterodelalechuza.blogspot.com/2005/06/el-fsico-imaginario-entrega-2-de-3.html. Tiempo de lectura: 10 minutos y la pensadita posterior)
Finalmente llegó la carta confirmando la fecha del traslado. Habría de empaquetar todos los mecanismos con sumo cuidado, y junto con toda la documentación, trasportarla en furgón. Él viajaría también, para proceder a la definitiva reconstrucción y ulterior presentación de su dispositivo a la Comisión y al público en general.
El empresario hizo un silencio en su extraña narración. Parecía emocionado. Acercó la botella de pacharán y llenó nuestras copas. Hizo un brindis cortés y vació su baso de un trago. Sus ojos, de vidrioso azul, resplandecían, casi adolescentes.
– ¿Y dígame, pues, qué sucedió? – mi tono de voz parecía alterado; extraño por aquel relato, del cual ahora yo exigía no fuese detenido…
– Abreviaré para serle útil. Hijo, fueron meses duros aquellos, de los que la memoria apenas nos trae más que débiles recuerdos. Y sin darse cuenta, fue que llegó la fecha señalada. Por siempre recordaría nuestro jovenzuelo aquella precisa tarde al sabio, responsable de la Comisión, en su laboratorio de física, mesándose las barbas, ralas, grises, huidizas. Parecía absorto ante los dibujos y galimatías de la máquina. Sin embargo, de cuando en cuando, alzaba la cabeza y escuchaba las palabras del muchacho con un punto de sonrisa en su boca, para anotar sus comentarios en la libreta. Finalmente alzó el gesto y muy serio comenzó su exposición. Usted sabe cómo los sabios miden sus palabras, y éste parecía pertenecer al grupo más acendrado de estos. Alzó la voz y le dijo, directamente, que ciertamente le sorprendía su osadía, pero que lamentablemente la máquina nunca podría funcionar, y que no era necesario entender toda aquella construcción ni perder más tiempo. Salvo que cambiaran las leyes de la naturaleza. Parecía dar por concluido el asunto. Así de simple.
El chaval rompió a llorar. Fue un momento, breve, de debilidad. Pero lo suficiente como para confesar al sabio cómo hubo abandonado su aldea, huyendo de la miseria, y cómo había copiado los diseños de un antiguo libro que ganó en una partida de cartas a un buhonero. Fascinado por aquellos dibujos y deseoso de alcanzar la fama, creyó que modificando las tensiones y configuraciones de las poleas y mecanismos, alcanzaría su éxito.
Durante los últimos meses había estudiado y leído cientos de libros de mecánica. Lo que inicialmente creyó una torpe astucia adolescente para engañar a sus conciudadanos y ganar algún dinero, se había convertido en su única obsesión y en su mayor ansia, una transformación animosa de su espíritu.
Pero ahora, justo antes de presentar su obra, se daba cuenta de lo fútil e inútil de la quimera. De su inconsciencia. Inocente, soñó que podría engañar a labriegos o codiciosos comerciantes pero nunca a un sabio. Y sabía que finalmente el resto se daría cuenta de su montaje y se burlarían de él, marginándolo. Se hundiría por siempre en el anonimato sin haber alcanzado su sueño: aquella máquina de movimiento perpetuo. Sin embargo, este hombrecillo, había sido el único que había sabido abrirle los ojos, primero porque conocía la ciencia cierta y segundo, porque no buscaba otros intereses tergiversados. Y entonces también se dio cuenta de lo engañado que había estado: quizás el resto, detrás de sus felicitaciones y tibios apoyos, escondían una pesada y sórdida burla de menosprecio.
Solo entonces, el empresario hizo una última pausa en la historia. Me guiñó un ojo y chascó la lengua como con disgusto. Me mordía la lengua de emoción. No entendía nada. Mi pensamiento se precipitó fuera del relato. De sopetón, me espetó una pregunta rabiosa. Fue la única vez que me tutease en aquella comida.
– Dime, ¿qué habrías hecho tú en su caso? Quiero decir, en el caso de haber sido aquel rapaz de la historia.
Interpelé al secretario con un pesado gesto de hombros, pero éste evitó cualquier respuesta. Se entretenía encendiendo su puro, y permanecía absorto rompiendo la preciosa vitola cual profesional cirujano.
– Y bueno… ¿Qué hubieses intentado … ? – Repetía su pregunta mientras daba el primer par de chupadas y el humo desdibujaba su rostro. El tiempo se agotaba… tartamudeé improvisando una respuesta.
– Hombre… ¿Sabe? Podría haber maniobrado con rapidez… creando confusión… cancelando y posponiendo la presentación para ganar tiempo… en realidad, hubiese sido fácil hasta contrarrestar la posición del sabio con nuevos especialistas contratados por los industriales… argumentando que siempre existen principios tecnológicos por descubrir… que aquello era una innovación diferencial, mal entendida por los científicos del Ministerio.
– ¿Pero…? – Se reía, con su papada columpiándose repugnantemente, mientras estrujaba con su pregunta mis sesos. Era el tono, los gestos, que delatan mis dudas. Cuando me percaté de la celada escondida en aquella historia, casi se me saltan las lágrimas. Podía desperdiciar mi oportunidad. Continué, prácticamente tartamudeando. Y dije:
– … Hubiese cumplido mi cometido… la empresa habría cosechado hasta buenos resultados durante cierto tiempo… las acciones se habrían revaluado lo necesario para ser vendidas con grandes beneficios… un buen negocio a todas luces antes de que descubriesen el montaje – entonces me sinceré a riesgo de parecer un mentecato, porque prefería ser un nene debilucho con torpes escrúpulos que un traidor. Por eso terminé: – … y sin embargo no me hubiese hecho feliz. Hubiera ido en contra del sueño. – Y me quedé luego mudito, la cabeza alta. Seguro de mi contestación porque era digna de mis propias ideas. No me importaba qué pensase aquel gordinflón. Y si no me financiaba, ya buscaría otros banqueros.
Afortunadamente aquella respuesta causó su efecto. El empresario finalizó el cuento.
– Siempre recordaría, pasados tantos años, aquella tarde. Como delante de los periodistas, los fríos responsables de la corporación que patrocinaban su trabajo, el alcalde y los convecinos, el sabio anunció que aquellas hermosas cavilaciones nunca funcionarían en la práctica. No pasaban de ser un torpe sueño, una pantomima contraria a las leyes fundamentales de la física. Entonces unos murmullos de desencuentro invadieron la sala. Muchos se marcharon indignados. Cuando se volvió a hacer el silencio en la sala, el sabio continuó su exposición: y dijo que, pese el fracaso, el valor de aquel esfuerzo radicaba en su ingenio, su imaginación e inventiva. También dijo que nuestro futuro se mide por el número de tropiezos, las irrealidades de nuestros torpes visionarios que confusos, forjarán nuevos derroteros. Seguro que nadie supo apreciar aquellos cumplidos, porque finalmente el jovenzuelo se quedó solo en la sala junto al sabio. Todos se habían marchado, el alcalde del brazo de los empresarios, sus convecinos, los periodistas, urdiendo la mimbre del escándalo a publicar en la próxima
edición matutina. Pero, como quien decide que no ha sucedido nada relevante, el jovenzuelo se dirigió al laboratorio para continuar sus esfuerzos como si se tratase de otro día más, pero esta vez bajo una nueva guía, es decir, apoyándose en los conocimientos de sabio; Al pasar los años, y nacerle las canas, las ideas se asentaron, y construyó, al fin, muchas y nuevas máquinas maravillosas, que sino móviles perpetuos, permitieron a la civilización avanzar y progresar.
De esta guisa finalizó su relato y dio por concluido, sin más, nuestro encuentro. Por entonces, una humareda invadía nuestro reservado y me hacía toser y lagrimar constantemente. El secretario, sacó un pañuelón inmeso del bolsillo y con estrépito y teatralidad se sonó la nariz. Al salir de mi atontamiento me encontré al empresario pagando la cuenta y llamando por su móvil al chofer. Volvía al frenesí de su actividad cotidiana. Miró su reloj y maldijo en voz baja, puesto que llegaba tarde a la siguiente reunión. Casi sin despedirse se marchó. Torpemente me dio la mano sin mirarme a la cara.
Y me quedé solo, jugando con la cubertería de la mesa, meditando sobre el asunto de aquella extraña reunión.
Semanas más tarde llegaría la contestación a nuestra propuesta de negocio. Había sido aceptada.