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Entonces fue, que el alcalde, uno de los pocos letrados del villorrio, desvelado aquella misma noche, y a vueltas con el discurso del jovenzuelo, a la luz de la luna y acompañado por las voces de la corneja, pergeñó grandes luces y riquezas en toda aquella situación. Muy de mañana, a grandes zancadas se dirigió al granero, y allí mismo se lo encontró, perfeccionando su invento. Y le ofreció su colaboración. Él chaval miró a lo alto, se quedó pensativo y meditabundo por un momento y fue que instantes después aceptó su ayuda. Las palabras que utilizó parecieron como improvisadas a los oídos del alcalde, aunque si bien, habían sido preparadas con harto esmero durante las semanas anteriores. Delante de sus narices puso en marcha el mecanismo de un empujón, el alcalde dio un respingo, y la maquinaria comenzó su doloroso traqueteo, pero el ingenio se detuvo casi inmediatamente. Le dijo que siempre se pararía después del primer impulso debido a las fricciones y deficientes materiales utilizados en su construcción. Era simplemente un juguete que mostraba sus ideas, los principios de su física, y que necesitaría ayuda y financiación para construir un dispositivo que funcionase realmente. El alcalde aceptó inmediatamente, emocionado por el reto con lo que sellaron allí mismo el nacimiento de su sociedad y proyecto conjunto.
Pasaron las semanas. Fue una etapa feliz para el rapaz. Con la ayuda económica del alcalde los trabajos avanzaron rápidamente. Encerrado en su granero construía y construía febrilmente, dibujando y perfeccionando su obra.
Y por otro lado el alcalde no se quedó quieto esperando fuese rematado el proyecto. Bien mirado, la suma puesta a disposición era bien alta y convenía recuperarla y aumentarla cuanto antes. En sus viajes a la capital no dejó de relatar a todo quien se encontraba las excelencias del motor que construía su protegido. Tanta fe tenía en sus resultados. En su boca, repetía una y cientos de veces un mundo en el cual el carbón, el petróleo… serían inútiles porque el motor perpetuo se convertiría en una fuente inagotable de trabajo.
– ¡ Arrogante ignorante ! – no pude reprimir esta interjección. Me encontré a mi mismo devorando fieramente el postre, mientras escuchaba aquella sorprendente historia.
– Créasela punto por punto… efectivamente, la ignorancia suele ser atrvida consejera… aunque también el hambre y la miseria. Eran tiempos duros, sabe, para aquella región que subsistía sin electricidad ni infraestructuras de comunicación. El país entero vivía aislado, autárquico, sin fuentes de energía y por aquel entonces cualquier memo, prometiendo una fuente inacabable de energía, ¡ todo un sueño !, sería por lo menos escuchado con interés. La mezquindad de los burócratas dificultó inicialmente el proyecto, aunque aquel alcalde era persona ducha y tenaz en sus relaciones, y más pronto que tarde se las ingenió para convencer en los múltiples gabinetes del Ministerio a no sé que Vicesecrecario, que intrigado por aquella insensata historia decidió enviar un técnico cualificado, tan siquiera para elaborar un informe preliminar.
Y así fue: una fría tarde invernal, las sombras cernidas sobre el cierzo y las nubes encapotando el cielo, tuvo lugar la primera visita. Mientras el técnico del Ministerio, aterido y hastiado por los lugareños, no se separaba ni por un instante del brasero que a tan buen fin le habían proporcionado, la máquina dolorosamente comenzó su movimiento. Por un primer instante pareció detenerse, pero como impulsada por una fuerza maravillosa, no se paro, es más, continuó, con ritmo cansino aunque sostenido, ininterrumpidamente. Los presentes contuvieron un suspiro tenso y casi de puntillas abandonaron el granero. Y al día siguiente, cuando antes de partir a la capital, el técnico revisó la situación de la máquina, se la encontraron, con sus goznes y ruedas manteniendo su movimiento constante. Parecía milagroso, puesto que nadie más había entrado o salido del lugar, custodiado en todo momento por la autoridad del poblacho.
El técnico anotó todo aquello con celo y discreción, marchando además con un dibujo resumido del artefacto. Al cabo de una hora o así apareció el pupilo, puesto que no le habían permitido asistir a la demostración para evitar cualquier manipulación de su obra. El alcalde le abrazó paternalmente, vivamente emocionado por el desenlace, y le comentó la feliz noticia. Grandes dudas había albergado durante los días anteriores, creyendo no disponer para la fecha concertada de algún dispositivo que, cuanto menos, funcionase un breve instante. Pero el jovenzuelo no se alteró lo más mínimo ante sus palabras y le guiñó un ojo cómplice. Luego le llevó aparte y le señaló, entre la maraña de poleas, un cabestrante escondido, que subía hasta el piso superior del granero. Le confesó que allí había permanecido oculto, para manipular y accionar el mecanismo que mantenía en movimiento el motor durante la demostración. Aquello llenó de tristeza al alcalde, aunque pronto comprendería las buenas intenciones del zagal: únicamente un dispositivo en perfecto funcionamiento sería admitido como válido por parte del Ministerio. El chaval había ejecutado aquella malicia en aras de perfeccionar su mecanismo. Más, luego, le vino a la mente nuevas y más sesudas preguntas: ¿Cuánto le costarías las postreras mejoras?¿Y podría, con su modesto capital, financiarlas?
Pasadas las semanas, las noticias que llegaron del Ministerio fueron harto alentadoras. Se había creado una Comisión, encabezada por un importante Catedrático, sabio de prestigioso renombre. Se decía que el artefacto sería trasladado a la capital para ser allí estudiado con detenimiento. El alcalde, que aún albergaba sueños de fama y grandeza recibió a los periodistas de un noticiario nacional: los titulares decían, “Portento de la física inventa una máquina que revolucionará el mundo.”. Quizás, a causa de esta publicidad, comenzaron a llover cartas interesándose por el asunto. Amables piropos, estudiantes reclamando mayor información para sus tesis doctoral, empresarios deseando favorecer la constitución de una sociedad conjunta. Y finalmente, otra tarde lluviosa que parecía aplacar las primeras ráfagas primaverales, vestidos de gris (imitando la luz decaída), aparecieron ellos, en un lujoso Hispano Suiza. De su interior salieron, los cuatro entrajetados, fumando grandes habanos. Alquilaron la fonda entera para instalar allí su base de operaciones, y comenzaron a espiar día y noche todos los movimientos del muchacho. Sus trajes elegantes, de amplias solapas, sus gemelos de oro y los relojes de marca, relumbraban en la cantina, mientras hacían mil y una preguntas a todos. Al tercer día concertaron una entrevista. Comieron y bebieron en abundancia y tan solo al final, abrieron un maletín repleto de fajos de billetes.
– ¡ Mi máquina no tiene precio ! – les gritó enojado el muchacho y salió corriendo. Aunque la mirada del alcalde, desorbitada y convulsa parecía decir todo lo contrario. Y fue, que desde aquel día, las cosas fueron de mal en peor. El alcalde dejó de interesarse por el progreso de la máquina, como confiado de un resultado que de una u otra manera le resultaría siempre favorable: y pensaba que los altos sueños han de tener un precio, y que necesariamente éste ha de que ser también alto. Luego los entrajetados abandonaron el pueblo y el jovenzuelo supo que su máquina día a día iba siendo un poquito menos suya.
(finaliza en el próximo mensaje)