Y a pesar de todo Humboldt no era sino un tirano austero. Pensaba que el poder debiera ser paladeado con tiento y tino. Lo otro era fácil. Era fácil acostumbrarse al vehículo oficial y gritar y gritar cuando no se te hace caso para conseguir todo lo que quieres. Lo complejo es seducir porque sabes que las cosas no suceden automáticamente.
-El dictador perfecto te dominaría, te asfixiaría, te sodomizaría con una sonrisa entre sus dientes –me decía mientras esgrimía su famosa sonrisa de sádico.
Era muy fácil amar a Humboldt porque todo lo contrario significaba estar muerto. No quedaba otra. En su señorío había muchos cadáveres con patas que sin embargo aún se movían. Humboldt no les mataba, no les eliminaba, les utilizaba tal como si fuese un campo de concentración en vida. Eran sus penados, sus obreros, la masa especializada.
Recuerdo de los tiempos de Humboldt cuando el tirano se asomaba al balcón. Yo detrás no dejaba nunca de temblar. Tal era su poderío. El hijo puta de Humboldt seducía y jodía a un mismo tiempo. Se descolgaba sobre la multitud, extendía los brazos y sollozaba:
-¡Os amo!
Muchas veces me sorprendía al improvisar párrafos enteros del discurso que le llevaba escrito. Mi trabajo era de guionista… pero aquel guiñol mío había decidido arrojar a la basura mi trabajo. ¿Cómo sino iba a dejarse llevar por los faroles e imposturas de mi relato?
Y muy a pesar de todo, admiraba al tipo. Porque sobre todo vivía entregado por y para su causa, fuera esta una causa pérfida por autocrática. Y la austeridad lo hacía levantarse al alba y abandonar su dormitorio para encerrarse en el salón de juntas. No quería dinero, no quería joyas, riquezas, mujeres. Habría conseguido aquello si tan solo remotamente lo hubiera deseado. Era austero porque los adornos le sobraban. Los emperifolles, el maquillaje le despistaría de su objetivo último: nuestros corazones.
Yo sabía y él sabía que yo sabía. Pero nadie más estaba al corriente. Aceptaba los obsequios y los entregaba luego a los perros. Organizaba banquetes para no asistir por cualquier excusa inesperada. La riqueza era su arma para hacer sumisos a los que le rodeaban. Las medallas le sobraban. Las pintaba o las borraba a la más pura necesidad.
Todos sus enemigos creían ver en él a un tirano gordo y zampón. Él no era así.
Fundamentalmente era una alimaña.