>Hace tiempo que tenía pensado elaborar este post. Y ha llegado el singular momento: es largo, imagino que si os seduce su lectura, deberéis disponer de unos diez minutos. No os pido más. Se trata del primer capítulo de mi novela (no publicada), titulada “LA TERAPIA”.
La acción discurre en el año 1350, en las cercanías del cenobio de Santo Domingo de Silos. Estamos en un periodo de transición y desorden, el medievo desinflándose y dando pie a las primeras luces de lo que será la posterior modernidad. Pero ahora la peste arrambla con todo: el rey Alfonso XI muere por dicha enfermedad y le sucede el polémico Pedro I “El cruel” . Pues en este ambiente se cocerá el singular encuentro con un “ser” del cual nadie conoce nada; con aberrantes deformidades, parece a primera vista que se tratara de un horrible animal. Sin embargo su mirada es humana y demuestra una inteligencia portentosa. Si lo razonable sería no dar cobijo a tal aberrante criatura, los monjes deciden acojerlo, e intrigados, le encargan al decano del cenobio la singular tarea de proceder al estudio del “ser” para así berificar su verdadera naturaleza y proceder, después, a la todavía más extraordinaria “Terapia” de humanización, es decir, la transformación de su alma bruta en humana.
Y no os doy más pistas. Serán bien recibidos vuestros comentarios.
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Por desgracia, la Terapia había comenzado demasiado tarde, y tarde habría de terminar. Además, le parecía bastante dolorosa, y lo era, hasta límites alarmantes.
La transformación no resultaba aparente. Había días que sentía verdaderos retrocesos y no podía evitar aquella horrible sensación de flaqueza, dominándolo. Podía parecer que las reclusiones fueran el principal motivo de cada uno de sus diminutos progresos, si bien, como ya acertaba a comprender en su interior, esto no era cierto. Su mecanismo le traicionaba, y por momentos, la Terapia avanzaba, lo conquistaba fatigosamente.
Todos los días había que levantarse mucho antes del alba, el lucero despuntando firme en el horizonte, aunque él nunca lo veía, tras los muros claustrales. Vagabundeaba desnudo cerca del huerto, rebuscando nabos enterrados, escarabajos o patatas, remolacha para alimentarse. La húmeda tierra, la gelidez de la madrugada lo despertaban el primero, para recordarle su real identidad, su repugnante fisonomía y sus costumbres.
Al toque de la primera oración se dirigía a la capilla. Pero antes, la Terapia le exigía vestir con escrupuloso rigor el atavío de la orden. De esta forma, su aspecto físico sería parcialmente tolerado. Los monjes más intransigentes, no obstante, forzaron la construcción de una rejilla que constituía un tabique, justo debajo del coro, donde tendría que permanecer en todas las ocasiones para que su presencia pasara inadvertida.
La memorización obligada de cada uno de los ritos practicados del lugar no resultó dificultosa. La oración le proporcionaría grandes satisfacciones, le ofrecería un encuentro duradero y cotidiano de «Salvación» (aquella «Salvación» que le parecía un milagro con significados insondables).
De aquí que repetía día a día aquellas mismas voces, las repetía para llenarlas de nuevos significados (era la Terapia misma): ora et labora, pero acaso sus enormes deformidades, el dificultoso y renqueante desplazamiento bípedo o aquellas limitadas habilidades manuales, impedían gran parte de las actividades más habituales del lugar. Tal vez fue por esto que le quedó asignada una cotidiana lectura dedicada de los tomos y ejemplares de la biblioteca. Rodeado de copistas y glosadores le fueron seleccionados los títulos que compondrían su educación. En lo que nadie reparó (al menos así fue para la mayoría en un principio) fue en su incomprensible dominio del alfabeto occidental, su erudito conocimiento de lejanas lenguas muertas. ¿Cómo entonces podría realizar tan inteligentes y brillantes comentarios? De memoria repetía a sabios ancestrales, únicamente conocidos por los más doctos. La voz cavernosa, áspera y silbante declamaba sus frases, enunciaba y refería pasajes procedentes de los rincones menos visitados de la Biblioteca. Se ganó un pequeño espacio, donde su consideración y apreciaciones, día a día, tuvieron que ser tomadas un poco más en cuenta.
Tal era el trabajo principal, pero la Terapia le exigía completarlo con nuevas obligaciones, mucho menos agradables; la limpieza de las cuadras y los establos, de los animales. Alcanzar un nuevo estadio y superar el anterior. La suciedad barrida por un cubo de cal viva o un caldero de agua no significa que nos olvidemos, más que temporalmente, de todo aquello que somos. Los animales apestaban, de la misma forma que él lo había hecho (y aún y por siempre le repetían), hedía un animal entre sus excrementos y mientras él los limpiaba, aquellos animales le miraban y sus berridos le señalaban como un pobre ejemplar desahuciado en tierra de nadie, mudando, transformándose en algún otro ser, todavía mucho más repugnante que ellos mismos.
Se repetía: la Eucaristía significa la transustanciación, la total conversión del pan y vino en el cuerpo y sangre de Cristo. Aquel misterio infinitamente repetido, sorprendente a sus ojos y que el resto consideraban un hecho cotidiano. Sin embargo, él no era capaz de verlo (aquello no se ve con los ojos humanos, se ve a través de la fe). Pero ¿y si sus ojos iban paso a paso humanizándose, cómo podría ser tan ciego como para no distinguir el continuo milagro de su transformación? Aquello le dolía en sus lágrimas recién conocidas, la Terapia se iba depositando laminarmente en su alma.
Los días de mercado iba acompañado hasta la villa silense y vendía las hortalizas que trasladaba a la gran plaza en carro. El camino zigzagueante descendía sinuoso, el burro tropezaba y resbalaban los cascos en las piedras mojadas. Descubría rostros consumidos por el sufrimiento, cansados y gastados hombres de formas escondidas tras aquellas ropas. Los niños perseguían el carro de los monjes, ya que sabían que los más piadosos entregaban los restos que no habían vendido de vuelta del mercado. Aquella extraña procesión le perturbaba. Los niños le parecían seres frágiles, seres diminutos, débiles y desprotegidos. Aquella atalaya donde vivían les proporcionaba una distancia segura, una apartada localización donde palabras como «conocimiento» y «poder» se paladeaban juntas. El prior y las autoridades del villorrio viven retiradas, nunca mezcladas. El rumor tenue de las hojas de los almendros batiéndose permite las conversaciones en voz baja. No existe ningún grito, y el castigo se recibe casi por escrito.
Arrodillados, sumergidos en el recogimiento de la capilla, los monjes encienden alguna vela que ilumine el rostro cadavérico del Cristo. Un olor seco de suciedad y cera desciende por los cruceros, alcanza el pórtico y sustenta las arcadas: es la pausada meditación, que alcanza su justo distanciamiento sobre lo humano para iluminar el tapiado, justo debajo del coro, donde aquella respiración animal, aquel abismo irreconciliable, respira y vive. La comunidad religiosa ofrece sus oraciones y sus lentas palabras de consuelo al alma que pugna entre las deformidades de la bestia.
Un hor
rendo vocerío, como naciendo de las fauces mismas, despierta con dolor del silencio de la oración.
—¡Satanás! ¡Satanás! —se oye, y un cuerpo pesado se golpea contra las paredes.
Una vez forzada la verja se arremolinan a su alrededor. Aquellas convulsiones, aquella baba que le nace, aquellas garras sucias, las palabras completamente ininteligibles que llenan de repulsión hacia lo desconocido.
—¡Amarradle antes de que se mate! —ordena el prior señalando al cuerpo tembloroso.