>Lo escuché de un anciano

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Lo escuché de un anciano, ya ciego, apostado en una esquina del Albaycín. Juraba que los moros habían ocultado un tesoro en Granada, puede que en alguna cueva del Sacromonte. Y Olé. Eso debió ser hacer la tira de años, huyendo ellos de Granada, cuando los Santos Reyes Catódicos dilucidaron su segunda hégira.

La historia parecía convincente porque sí no, digo yo, ¿qué hacían todos aquellos turistas paseando calle arriba, cuesta abajo, en chanclas y fotografiando la ciudad? ¿Qué buscaban? Pensé que seguro alguien más sabía lo del tesoro, se había corrido la voz o tal vez aquel vegete había cantado a diestro y siniestro y aquellas gentes, los alucinados turistas, no iban a parar hasta encontrarlo. Había, pues, que darse prisa si yo quería ser su rescatador. Y el viejo hincaba las cuencas de sus ojos, albura de salina y elevaba su mirada hacía el vacío, quien sabe si hacia Generalife, quizás hacia Plaza del Salvador.

Le di unas pocas monedas para que continuará su relato: en realidad, todas aquellas tierras habían pertenecido a los tristes moritos. Nosotros tan solo tuvimos por misión acompañarlas durante su ausencia, hacía ya casi medio milenio. Casi. Y muy pronto vendrían, vencido el arriendo. Como infatigables caseros que fueron, querían las bellezas de Granada restituidas. Todas, hasta aquel particular tesoro, escondido en cualquier recodo de la ciudad.

Borracho de melancolía (era la tarde de mi partida después de un accidentado fin de semana) le creí todo, punto por punto.

Ahora, adormilado en el TALGO y de regreso a Madrid, vagón número dieciséis, repaso las instantáneas que tomé aquellos días por si hubiera mayores pistas. Espero que ningún otro se haya percatado, pero ya tengo recopilada una singular lista. Y no pienso publicarla, so pena que en un descuido se revele el enclave definitivo del tesoro. Lo quiero todo para mi. No le diré nada al anciano, de eso estoy seguro.

En fin. Ciertas o no mis suposiciones, serán excusas para escaparme otro fin de semana. Porque todos los que fueron hacen certera promesa de regresar algún día, tarde o temprano. Eso dice hasta la canción.

Y fíjense, todavía deben quedar soñadores. Aunque muchos nos llamen crédulos. Pero somos más de lo parece, muchos los que visitamos Granada. Siempre para volver.

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Viaje (galáctico) de Antonio Machado

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Hace tiempo que os hablé de la revista electrónica Ariadna.

Parece increible, pero permanecen fuera aparte de la moda fiera esta de las bitácoras. Por algo será, que será que lo bueno ni abunda ni es necesario vestirlo de sedas o tules. Es bueno por si.

Publican poco, y ahora he leído su número de otoño. Canela fina.

Tuve el honor, a principios de este año de que me publicasen unos poemas: LA SOLEDAD DEL COSMONAUTA.

Ahí va el segundo, titulado: Viaje (galáctico) de Antonio Machado

Caminante no hay camino
sino estelas…

El cosmonauta sueña
su feto flotando por la cosmografía del vientre materno

(a merced del silencio)

la noche parecida al líquido amniótico
y la vía láctea con su cordón umbilical.

Porque fueron voces que recuerdan antiguos paraísos arcanos
y son laberintos resonantes que jamás nos devolvieron

(a merced del silencio)

serán destinos secuestrados de un largo viaje
que fue, en parte, feto castrado

y en todo, naufrago de mar.

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>Shi Hengxia

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Furong Jiejie, Sister Furong, Sister Lotus, Sister Hibiscus: Flor de loto, joven hermosa.

Todos quieren serte, todos quieren compartir tu entrada en Wikipedia. Ni Galieo ni Newton ni Proust. Todos.

Ya sé que eres torpe, engreída, altanera y tal vez viciosa. Ya sé que eres el espejo donde mirarnos la caspa global, nuestra miseria y vacío, nuestra obesidad, tu pecho caído.

Pero amo tu simplicidad como se ama la tarde que se va, para dejarnos.

Sé que mis palabras no contribuyen al talento cósmico, que se derretirán en la boca. Pero no dejes nunca de bailar, tienes tras tu figura mil millones de seres amarillos que temen mirarte con concupiscencia.

Y ya son tres mil millones en el planeta. Yo uno más.

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>La máxima recompensa

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En las viejas ollas de mi madre se cocinaron tantos platos que no cabría lista o libro redactado para contener la minuta. Kilos y kilos de puerros, alubias, lentejas, arrobas de garbanzos, incontables cuencos de sal gorda o fina junto a mares de granos de pimienta.

Canturreaba coplas de la Piquer, mientras removía los pucheros con el ojito bien pegado al borboteo del agua. Mi madre fue siempre una mujer paciente: supo deslindar sus largas horas junto al cocido… casi la misma perseverancia del agricultor, que día a día miraba al cielo por si las nubes trajesen pedrisco.

Siempre me pregunté de donde sacaba aquellas ocultas habilidades; estirando las sobras para reclutar los platos del día siguiente, en pertinaz y fecunda lucha con los precios de la plaza, hubo cargado (literalmente, arrastrado) toneladas de viandas a los fogones de la cocina para así remedar nuestros gustos antojados de infantes.

De ella aprendí muchas cosas: que la gula es pecado, aunque también lo sería dejar restos de comida en el plato.

Recuerdo que fue la cocina un coto vedado al desaliento. Me sentaba en lo alto de la silla de fornica, las patas cromadas y espigadas, mis piececitos colgando, y me atolondraban sus movimientos dirigidos para la disección precisa del pollo, la mondadura de la patata, o tal vez, el rebanado preciso de la cebolla.

Cuando los fuegos bullían ocupados por las frituras, cocimientos y guisos, mi madre se detenía y descansaba. Entonces me miraba y asentía con la cabeza, enarbolando una inmensa sonrisa, como quien se regocija de la lección bien enseñada.

Entonces tomaba un gran tazón de leche y se detenía a compartirlo conmigo. Sentados en la inmensa mesa que dividía nuestra humilde cocina, me contaba luego noticias sobre mi padre, lejos, tan lejos en la mar (pues fue marino mercante), y será por esto que aquellos vapores y humos de lumbre siempre los asocié con tierras lejanas, a los océanos y mares del Índico. Y aunque los platos que nos preparó durante aquellos largos años no fueron ni exóticos ni sofisticados, siempre me pregunté, cuando tiempo después hube visitado aquellos parajes remotos, por qué las playas paradisíacas no tenían aquel regusto a cazuela de bonito. Y por qué en los puertos de la Patagonia, las vacas mugían desconsoladas, ajenas al aroma de su propio estofado. Y por qué las naranjas de California no sabían a la base de bizcocho de las tartas de los domingos.

Mi primer mundo fue descubierto por las manos cocineras de mi madre.

Y ahora que he envejecido y mi madre marchó hace tiempo, cuando vuelvo a casa tras abandonar la oficina o después tras un presuroso y hastiante peregrinaje comercial, cuelgo los bártulos para navegar así por las perolas y sartenes de mi cocina. Todo suena a rito renovado: La bruja de Macbeth conjuró los espíritus en su caldero. Yo convoco los míos: las lágrimas de la cebolla, el sofrito, los medallones de merluza… todo tiene su lugar, el lugar de las cosas importantes; mis sueños se concilian, mi torpe realidad externa deja de preocuparme un ratito.

Sé que pronto cocinaré para mi hijo. Desearía trasmitir con fidelidad las enseñanzas de mi madre. Cuando sus manitas tropiecen con la cuchara guiada hacia su diminuta boca abierta, habré comprendido el fin de la sonrisa de mama. Ella hubo aprendido de la abuela que los guisos de la cocina guardan el amor más entregado y nutricio: el amor que no espera otra recompensa.
Aquellos guisos dejaron grabada la lección en mi corazón. Y si luego rememoro las recetas (y las ojeo, apuntadas a los márgenes del librillo que me regalase al marchar de casa), las dictaré en voz baja, imaginando como ella misma condimentaría pacientemente los platos de su nieto, el nieto que habrá de continuarnos con voz renovada de familia.

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>Ni idea de yates

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Aunque nunca haya tenido idea alguna sobre yates, aquel me parecía uno enorme; casi la mitad de un campo de fútbol. Era la sensación. Conté una, dos, tres y brinqué al mar. Todo parecía maravilloso: Las muchachitas paseando su palmito. Otras, recostadas, y de entrañables pucheros, con una copichuela de Don Perignon. Fantástico. Tres cubiertas. Veinte empleados de servicio, etc, cifras que bailaban (a ritmo pijo) en mi cabeza.

Hoy me sentía en mi salsa, parapetado contra las olas, voyeur travestido en una fiesterilla de jugadores de polo. Había sido invitado de rebote, por un antiguo compañero de tuna de Facultad, a quien la vida había premiado en segundas nupcias con la nuera del armador del barquito. Qué suertudo. Celebraban un encuentro de obligada asistencia cuando perteneces a la jetset de veraneo.

Así pues, como soy bastante caradura no supe negarme, aun sabiendo la diferencia de clases: y deben reconocerlo, soy mucho más guapo y joven que ellos. Fue divertido: me pasé el día tonteando y debía de resultar bastante extraño, con mis bermudas largas y floreadas, todo pálido, igualito al encalado de mi casa de Málaga y mis gafas de plasticucho, imitación a las de Armani.

Luego llegó la noche, se encendieron las luces. Música de los Juanes a bordo. Conversación insustancial, el puerto de Algeciras por fondo. Me sentía distinto, qué digo, mejor, superior, de crucero. La brisa traía aromas de pescadito frito, reminiscencias de los chiringuitos de playa.

No sé cómo llegué al puesto de mando del yate, donde un viejo marino de mar fumaba en pipa mientras descifraba mi facha. Su larguísima barba blanca le daba un toque peliculero. Capitanes intrépidos, pensé con guasa. Me saludó y nos presentamos. Resultó ser una persona franca y sencilla. Pronto confraternizamos. Hablamos del mar Mediterráneo.

De improviso mudó su sonrisa, y de un pequeño cajón sacó unos prismáticos. Miró mar adentro, escrutando el infinito resplandor de la línea del horizonte. Al cabo de unos minutos tomó la radio y avisó a los guardacostas. Alerta por aquella visión me señaló un punto que parpadeaba en una pantalla del cuadro de mando. Era el radar.
Me encogí de hombros.”Otra patera a la deriva.”, dijo. Y nos quedamos en silencio. En su frase la impotencia olía a salitre y sus ojillos temblaban, como quien alcanza con una aguja homicida un recodo abierto a la madera más seca e impenetrable.

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>La fragilidad del monte y la memoria

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Ya que la memoria humana es frágil como la rama del retoño del olivo, pronto se olvidarían del monte quemado. Sin más. Dejaron de visitar aquellos parajes, de pasear sus cresterías, sus despeñadas, de reposar los senderos, de transitar las encrucijadas. Decidieron no reforestarlo.

Las fincas se abandonaron. Murieron los abuelos, los últimos que habían jugado junto al centenario olivar. Y todos ya creían que aquellas montañas siempre habían sido así de feas, secarrales horribles donde los relámpagos se estrellaban. Y borraron la hermosa ermita de sus retinas.

Después la ciudad creció como una telaraña, las torrenteras fueron asfaltadas, las viejas pistas fueron transformadas en modernas avenidas numeradas par e impar. La cumbre edificada con un centro comercial de cristal esmerilado. Se taladró la montaña. La maquinaría pesada desbrozó el último arbolado. Se desmocharon los cerrillos. Y los esbeltos rascacielos competían por alcanzar el firmamento.

Pobres, ricos, cualesquiera, hacinaron las colinas. Crecieron barriadas asfixiadas y las laderas eran ahora decorados de tejaditos multicolor. Del monte extinto, el efímero parquecillo acorralado, la última fuente, el manantial contaminado que una tarde de abril hubo dejado de brotar por agotamiento.

A pesar de todo, algo nos había quedado de aquel mundo perdido: sus palabras. Recuerdos de cuando por el paseo de la cañada transitaba el ganado, cuando cruzar el paso donde ubicaron la antena de televisión significaba una temeraria travesía de una jornada, de las loberas y los nidos de águilas del contorno que nombraban ahora retorcidos callejones.

Los niños las estudiaban en la escuela. En su imaginación, la ciudad se transformaba por el rumor de la vegetación, el trasiego de los animalillos del bosque y la plazas, avenidas, se repoblaban fantasmalmente fruto de aquel accidente toponímico de la memoria. Luego los chavales salían al patio, recreando aquel mundo desaparecido. Se maravillaban como detrás de aquel gran edificio de un banco podía hacer crecido una pequeña dehesa. Y juraban que de mayores harían todo lo posible por arreglar aquel absurdo desaguisado, cambiarían lo que fuese necesario por recuperar su monte, aunque bien mirado, cuando crecían, sus quehaceres les iban apartando de aquel recto deseo y la pátina del olvido anestesiaba los sueños de la infancia.
Únicamente apuntarles este último detalle, casi desapercibido por insignificante. El paseo del cauce todas las primaveras se inundaba, como si la naturaleza cabezota, reclamase un territorio, que por otro lado, de por siempre le había pertenecido.

Nota: La fotografía fue tomada este verano en Óbidos (Portugal) por mi.

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>De vuelta en casa:

Gafitas retro ahumadas, cinturita melosa y regordeta, el cálido sabor de la brisa que se va.
Esto es Madrid: esta jodida ciudad, sus prisas y sus ascos. Ya no me acordaba, pero tengo envidia hasta de mi vecino. Su coche corre más y el muy cabrón es (encima) funcionario.

Y aquí me tenéis, encerrado en la urna de cristal de la oficina. Mascullando mi nausea.
Mirando por la ventana del ordenador. Solo, muy solo, cochinamente solo.

Quisiera volar como la lechuza y como ella misma, hacerme de noche y otear el horizonte.
Un año más, la mochila a cuestas, soy colegial del nuevo curso, 2005-2006,
ayer me compré los libros y la columna me llega al techo.

Tan solo un detalle. Mi blog. Amado compañero. Bebida infanticida. Polvo perverso.
Estimado canalla.

Saludos a todos,

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Pequeña noticia: me han publicado un microrelato “Corazón de encina”. Leedlo y me decís.

http://www.margencero.com/relatos/relatos_index.htm

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>In memoriam

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En memoria de las víctimas y sus familias, todos inocentes.

Había vomitado toda la noche.

Por la ventana, la mañana se colaba: tenue, lúcida, ambivalente.
Sara apagó el despertador un instante antes de sonar. El zumbido eléctrico se desvanecía en su mente con celeridad.

Al levantarse, mecánicamente miró la cuna. Dentro, el pedazo de tierra y cielo se desbrozaba en arrumacos. Tomó al primogénito, y en brazos, sonrisa cándida, lo acunó.
El bebé movía sus manitas, manipulando el aire. Pensó, vaya con el glotón, ya me pide otra vez la teta. Mientras lo amantaba, veía, a lo lejos, los últimos embotellamientos de Walthamstow Avenue. Unos se movían rápidamente hacía la estación de cercanías, otros se hacinaban afanosamente con sus furgonetas para preparar el día de mercado.

Todavía con el niño en brazos bajó a la cocina. El piso crujía. La casa donde nació Mary Lou, un antiguo caserón victoriano, había sido prácticamente remodelado por la familia de Azzi. El padre de Azzi (el viejo abuelo) regentaba una frutería en el mercado y su posición era ciertamente cómoda al ser ya un emigrante integrado en la comunidad. El abuelo de la criatura era de origen indonesio, huido de la sangría de Suharto, allá por los sesenta. Abandonando su país llegó a Londres, allí trabajó en la construcción hasta ahorrar lo suficiente para establecerse por su cuenta. Rehizo su vida, allí conoció a su mujer, otra emigrante, esta vez Marroquí. También allí nació Azzi. En el mismo Walthamstow su hijo Azzi conoció a Sara veinte años después. Allí fue concebida Mary Lou. Daba gracias a Alá en sus oraciones por aquella prosperidad recibida.

Dieron las nueve. Ahora Sara le cantaba una vieja canción de cuna a su bebe: en ella, los anglosajones eran vencidos por los normandos, era la batalla de Hastings y corría el año 1066.

Mary Lou tiraba con sus deditos de la larga melena plateada a su madre y su pequeña sonrisa recibía la nana. Escrito contra el frigorífico, una nota estilizada en árabe: era la letra de Azzi. Había tomado el metro muy pronto y le recordaba que hoy trabajaba cerca de la estación de King’s Cross.

Sara recordó todo aquello. Sonrió. Está noche le daría la buena noticia. Porque tendrían esta vez un varón. La parejita.

Anotó cuidadosamente en su recuerdo aquel día: era el 7 de Julio, Jueves.

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Este miércoles, Lidia, Carmen y yo, despachándonos unas cervecitas por Ronda de Segovia. Hablando de literatura. Hablando de la visión del creador, del artista. De su independencia.
Luego al hilo de la conversación, apareció Miguel Hernández y claro está, Celaya.

Ya un lector nos había mencionado semanas antes (http://caleidoscopiodeideas.blogspot.com/2005/06/porque-caleidoscopio-es-ficcin.html) su poesía “como arma cargada de futuro”.

Celaya. Fuerza humana devoradora. A los 17 años conocí su obra. En el instituto, montábamos una revista “Laboratorio Azul”. Impresionado por su “biografía”, leí otros poemas, aunque su impacto fue menor, quizás porque en aquellos tiempos yo buscaba literatura en mayúsculas (Lorca) y Celaya, es sobre todo un ser complejo, con una carga humana brutal. El tiempo ha pasado, a raíz del comentario, retomé sus poemas. Como decíamos, aquella tarde en la terraza del bar, donde todos coincidimos: “Lo mejor de Celaya es Celaya. Su humanidad.”. Será que nos hacemos mayores.

Curioso el poeta: niño de bien, educado para ser élite conservadora de los valores de su época, abandonó la dirección de la empresa familiar para lanzarse al poema social. Lo dejó todo. Luego se desdijo y retomó sus reflexiones abstractas, su formación ingenieril para entender al ser humano. Murió pobre. Su proyecto editorial no fue comprendido en una España ceniza y simplona. Recuerdo además que el Estado tuvo que ofrecerle una renta o así para que subsistiera en sus últimos años de vida. Torpe arranque de escrúpulos el nuestro.

“Biografía”

No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganika?
¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco.
Sé educado.
Sé correcto.
No bebas.
No fumes.
No tosas.
No respires.

¡Ay, sí, no respirar!
Dar el no a todos los nos.
Y descansar: morir.

El poema “Biografía” es del propio Gabriel Celaya y el dibujo de Juan Luis Goenaga,

que realizó para su homenaje, en 1976.

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>El principio de ‘Le Chatelier’.

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Luego fue que pisó el acelerador, suavemente. Y el atasco de la N-I desapareció, lejos. Y llegamos al puerto. A mi lado, las estribaciones del Guadarrama, sus crestas erguidas, envalentonadas. Miré la hora; La tarde se asfixiaba y el sol de junio, altanero, hería los pinares por las alturas.

Entorné los ojos. Diría que me quedé transpuesto. En la radio, qué se yo: una sordina de voces, una vicisitud laxa de músicas y noticias. Zarandeado y embotado por el sueño (el cuello de goma, flexible, jirafesco) tomamos un desvío, casi justo en la cumbre, para hacer una parada técnica, café en mano. Era una pequeña casa rural.

Allí Raquel, sentados fuera, al cobijo del alero y de fondo con el canturreo de los pajarillos, me habló del principio de Le Chatelier. Ella lo tenía bien claro. Me dijo:

– Cuando un sistema es sometido a una tensión, éste reaccionará con igual fuerza para compensarlo.

Sonreía maravillosamente mientras lo contaba, quizás por mi cara de tontuelo. Yo recordaba aquella ley, desvanecida en mi memoria, casi del Bachillerato. Pero ella es Química y entiende la realidad a través de estos conceptos. Lo tiene grabado a fuego.

Habíamos hablado del mismo tema muchas veces antes y ahora se repetía como un sacrificio al trasunto del viaje. Hablábamos de la transformación de la sociedad española: libertad de pensamiento y de expresión, tolerancia, pluralidad de modos de vida, solidaridad, modernidad y progreso, frente a los comportamientos recalcitrantes y como, sin saber porqué, otras voces se alzaban, nacidas de Dios sabe donde, contra esta corriente. Voces reaccionarias.

Le dije que me sorprendía su número, eran muchos, demasiados: y me producía pavor. Todo el esfuerzo de las pasadas décadas podía verse desperdiciado. Nuestro empeño democrático, puesto en peligro por este movimiento. Se rió como siempre que me pongo tan melodramático. Era el aire de la montaña, el relajo, que me produce esta posición tan cómica. Me dijo que no debía confundirme. La realidad era así y yo lo sabía. No podemos esperar que todos piensen igual. Es necesario. Aunque sean posturas desalentadoras.

También le dije que cómo habían permanecido en silencio cuando yo ya les creía trasnochados, agotados en su discurso. Y como entre muchas voces, se escuchaban gritos pasmosos de tiempos pasados, sea cual fuese su bando. Fanfarrias que atronaban.

– Ya lo sabes, es el principio. Quiero decir, el principio de Le Chatelier. Hemos digerido muchos cambios y es tiempo de manejar algunas compensaciones. Todos deben tener su voto. Hay que guardar un cierto equilibrio para continuar.

Asentí y vacié de un trago el café. La tarde caía, el sol lamiendo los geranios que se descolgaban tan hermosos por la ventana. Me columpié con satisfacción. Me dije:

– Buen trabajo éste, el de mi amigo Le Chatelier. Pues confiaremos.

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