J. ensoñaba con los corridos mexicanos, aunque no menos con los pasodobles de Estrellita Castro. Entre lo ambiguo, lo blanco y negro, lo despechado y lo trasatlántico, J. y Estrellita compartían bilocadamente su piso de Vallecas en una especie de «melee» sincopada. Y se cruzaban los lloros y cantos de la coplista con los pensamientos de J., o quizás fueran los de la Jurado, la Piquer o la de cualquiera de las turgentes divas que convivían también en su mente y que no paraba de escuchar. Apenas abría los ojos con aquellos coros, estos se le colaban insidiosos, y como dardos oxidados le recordaban sus trabajos y menesteres detectivescos: que no era un despertar, era un sobresalir un palmito del coloque perenne del el sol y sombra amodorrador.
Estrellita había dicho que «las madres nunca abandonan a sus hijos». Aquello producía unas lágrimas horrorosas en nuestro detective, una suerte de amalgama de vida (la suya) y de abandono, aquella vida que había sido arrojada por la pila del lavabo, y cuesta abajo se le empujaba atragantándose porque que no le dejaba respirar… salvo quizás si medraba por las noches en busca del recogimiento, reposando en bustos y caderas desconocidas y por los clubes de alterne.
Aquella mañana recibió el insistente recado del bufete. Era una reconfirmación. Debiera irse preparando: en una semana, aquel sábado, entre las 11 y las 13 horas, debiera ser guardián y custodio apolíneo de aquel escritorzuelo, ese tal Félix, en La Feria del Libro de Madrid, caseta 42, LATORRE LITERAIA. Aquella Spanish Texas le estaba fastidiando bastante, pues ni siquiera había llegado el día y ya le reclamaban su atención.
Y le habían enviado un perfil disciplinario del gachó. Su mentón prominente le recordaba al de Lenin. ¿No sería la advocación del revolucionario?¿No sería un retorcido retorno a la civilización europea del finado? Se quedó muy preocupado y empezó a pasar las hojas del libro intentado comprender… ¿quién sino, alguien fuera de sus cabales, escribiría semejante dislate sobre la imaginería y la frontera americana? ¿A quiénes salvo a depravados o tartufos habría de interesar?¿Qué fábula debieran incendiar las hojas para precisar el escritor de protección personal?
La sombra de la tal Estrellita se le apareció de nuevo, si bien aquella vez, parecía transformada e iba cubierta de un intenso manto azulón. Sus ojos inmensos le sonrieron, dijo algo en inglés que no supo entender, y hasta pudo parecer que le lanzaba un beso al aire.
―¡Al menos esta mujer creo que me ama!
Y se arrojó a la cama, entre borrachuzo o seminconsciente, con el dichoso Spanish Texas abierto por la portada y su toro de Osborne, pinchándole con sus astas, casi acechando las ingles.