Era de mirada tan humilde que se habría dejado partir el corazón por los adversarios sin oponer resistencia. No era una impostura. No era falta de asertividad. No era éste un afán “masoca” por adquirir protagonismo. No era un ser dominado por interés torticero alguno, por llevarse el gato al agua. Escuchaba, escuchaba, asentía y blandía una comprensión infinita, una paciencia de caimán, la vejez del loro que verá derrumbarse el cuerpo del amo que lo encadena, la insistencia de la tortuga por retornar a las mismas playas y dejar huevos fértiles.
-¿En qué se parecen Jesús y Gandhi?
Era su acertijo para nuestro encuentro. Jonás le sonrió. Abrió la bocaza, dejó resbalar cuatro frases absurdas, luego se dio por vencido. Bostezó. Por entonces éramos tres: FHR, Jonás y un servidor. Un trío calavera, un grupo conspirador, una célula durmiente de no-se-sabe-que-activismo-no-violento, aunque fundamentalmente él lo era todo de todo, puesto que Jonás y yo acompañábamos sus reflexiones como lo hacen los ceros a la izquierda de una cifra imaginaría. Tosí y dije cualquier chorrada, ya que era mi turno.
Él me sonrío, y dejó que me explayara a gusto, que extendiera mi argumentación “a piacere”, la matizase, la adornara, la construyese hasta dejarla hermosa e irrebatible. Jonás se atusó la calva, en sus ojillos arrastraba un encaje de burla.
Finalmente respiré bien hondo y comprendí la trampa. Fue que dije:
-Joder, ni puta idea…
Todos los reímos. FHR se recostó sobre nosotros, enarcó las cejas, para que por fin en un hilo de voz firme nos desvelara:
-Ambos usaron la misma estrategia: primero te ignoran, después se ríen de ti, luego te atacan, entonces ganas.