Entonces, golpeando el micrófono, tímidamente en un primer momento para más tarde toser, carraspear y fortalecer así su voz, tensó la garganta y de su cuello sobrehumano, un huello ancho como un mundo que contuviera aquellas cuerdas vibrantes surgió su torrente verbal. Y fue que dijo:
−Den un paso adelante los mejores de mi generación: no los mejores formados, ni los más valientes, ni los más señalados, ni los que más gritan, ni los mejores situados que dirigen; tampoco los doctores ni potentados, ni los que forjan imperios o sus comandantes, ni los gobernantes cualesquiera que fuese su condición o prestigio.
Y a la par, extendió ambas manos exigiendo que nadie del grupo avanzara.
De la multitud… nadie entendía aquella contradicción entre las palabras y el gesto del Mesías. Aun así, nadie osaba ridiculizar aquel símbolo. Hubo un silencio pasmoso. Largo como esos que se presienten justo antes del talud que separa la noche del día. Luego finalizó:
−Y me explico. Los mejores de esta generación no deben dar un paso pues tienen su destino comprometido. Su talento está ya servido. Y se deben a los que vienen, a ese ejército silente que crece en nuestras casas, son nuestros niños, adolescentes y jóvenes, de ellos será este cielo o este infierno que temporalmente regimos a nuestro mejor criterio.