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Aunque nunca haya tenido idea alguna sobre yates, aquel me parecía uno enorme; casi la mitad de un campo de fútbol. Era la sensación. Conté una, dos, tres y brinqué al mar. Todo parecía maravilloso: Las muchachitas paseando su palmito. Otras, recostadas, y de entrañables pucheros, con una copichuela de Don Perignon. Fantástico. Tres cubiertas. Veinte empleados de servicio, etc, cifras que bailaban (a ritmo pijo) en mi cabeza.
Hoy me sentía en mi salsa, parapetado contra las olas, voyeur travestido en una fiesterilla de jugadores de polo. Había sido invitado de rebote, por un antiguo compañero de tuna de Facultad, a quien la vida había premiado en segundas nupcias con la nuera del armador del barquito. Qué suertudo. Celebraban un encuentro de obligada asistencia cuando perteneces a la jetset de veraneo.
Así pues, como soy bastante caradura no supe negarme, aun sabiendo la diferencia de clases: y deben reconocerlo, soy mucho más guapo y joven que ellos. Fue divertido: me pasé el día tonteando y debía de resultar bastante extraño, con mis bermudas largas y floreadas, todo pálido, igualito al encalado de mi casa de Málaga y mis gafas de plasticucho, imitación a las de Armani.
Luego llegó la noche, se encendieron las luces. Música de los Juanes a bordo. Conversación insustancial, el puerto de Algeciras por fondo. Me sentía distinto, qué digo, mejor, superior, de crucero. La brisa traía aromas de pescadito frito, reminiscencias de los chiringuitos de playa.
No sé cómo llegué al puesto de mando del yate, donde un viejo marino de mar fumaba en pipa mientras descifraba mi facha. Su larguísima barba blanca le daba un toque peliculero. Capitanes intrépidos, pensé con guasa. Me saludó y nos presentamos. Resultó ser una persona franca y sencilla. Pronto confraternizamos. Hablamos del mar Mediterráneo.
De improviso mudó su sonrisa, y de un pequeño cajón sacó unos prismáticos. Miró mar adentro, escrutando el infinito resplandor de la línea del horizonte. Al cabo de unos minutos tomó la radio y avisó a los guardacostas. Alerta por aquella visión me señaló un punto que parpadeaba en una pantalla del cuadro de mando. Era el radar.
Me encogí de hombros.”Otra patera a la deriva.”, dijo. Y nos quedamos en silencio. En su frase la impotencia olía a salitre y sus ojillos temblaban, como quien alcanza con una aguja homicida un recodo abierto a la madera más seca e impenetrable.
>Bien por el yate del radar, salva vidas, pero claro, hay que tener un buen radar antes. En cuanto a lo que viene del sur, intentamos no hablar de ello, sobre todo en Melilla y lo que allí ha pasado, pero al final todo explota más tarde o más temprano.Lo digo por las dos partes, los que saltan la valla, y los que en vez de invertir en yates con 20 trabajadores a bordo, posiblemente extranjeros, se empiezan a preocupar por su seguridad.