Recuerdo que de pequeñajo no entendía que existiese la vejez. No entendía la muerte. No suponía que las cosas tuvieran un fin o un deterioro. Y no era que no supiese que la muerte no existiera. Era mucho más profundo que eso: Era el nido en el que vivía. Ahora que lo pienso, era un polluelo en brazos de su mamá. No obstante y durante mi vida siempre me he sentido un poco como en un barco a la deriva. Las cosas suceden alrededor mío, y las percibo con cierto desapego. Pero miraba a mi padre y lo veía tan fuerte como un tizón. Era como aquel brazo fuerte e inquebrantable. Así pues, los juguetes de mi niñez no fueron muchos más aunque también fueron los suficientes, y residían por completo en mi cabeza. Mi poder. Éste sería yo.
Un niño lleno de preguntas. Un niño que no paraba de construir y que temblaba al entrar en las bibliotecas. De hecho no he vuelto a encontrarme jamás tan feliz yo solo.