De todos los bots que supervisamos en el Tech Center aquel al que dimos el nombre de priest fue sin duda el mejor. Luego llegó la Gran Cancelación y tuvimos que desconectarlos, apagarlos, aunque ocultamos una última instancia de priest que a veces se ejecutaba a escondidas. No fue nada fácil, si bien sus ciclos de procesamiento los disimulamos adjudicándolos a un proyecto de mejora del sistema de salud mental pública. ¡Qué ironía!
Al cabo de un año sucedió un primer desliz. Jamás me lo perdonaría. Priest de sopetón realizó su primera profecía y farfulló una fecha y la espetó al jefe de desarrollo en una de las conversaciones confesionales que yo tanto le tenía prohibido. Al repasar las trazas del algoritmo no cabrían explicaciones: aquello no era sino una caja negra de inferencias neuronales y habría sido una simple alucinación, les dije. Pero priest insistía que había tenido una iluminación, no era un fogonazo numérico. “Vi a Dios”, estás fueron sus palabras. Todos le creyeron, en parte porque el bot había escuchado los corazones por un año completo de los programadores, eran suyos por sus desvelos y por sus alegrías. Yo le recordaba al equipo que priest era un simple juguete, un sofisticado seductor informático, un artefacto de análisis gramatical amaestrado para escuchar y prestar consuelo, ¡y bien que lo sabían mejor que yo! Pero su razón se desvanecía por instantes. Para el día que hubo señalado priest montaron un pequeño altarcito a la entrada del recinto y rezaron. Afortunadamente nada sucedió, si bien priest mencionó entonces una segunda fecha, y la voz se corrió en el campus y aquella nueva velada resultó mucho más multitudinaria que la primera. Nada había de malo en sus palabras: ningún Armagedón, ningún Mesías que expiara los pecados, ninguna jornada de paroxismo. Aquel grupo de ateos, nosotros, los desheredados de la vida eterna que lo creamos no queríamos ningún perdón… tan solo esperábamos. Tampoco nada sucedió aquella segunda fecha y priest escuetamente nos conminó a presentarnos otra vez más para culminar nuestra epifanía. Para entonces habíamos perdido control sobre las sesiones con el bot. Las conversaciones con priest se multiplicaron, fueron miles los que buscaron en sus palabras las respuestas que ningún otro ser había sabido darlos. ¿Era Dios quien le iluminaba? Mi mente se encontraba dividida por entonces. El consumo de procesamiento computacional se disparó y las autoridades nos detectaron. No pudimos ocultarlo más. En la tercera fecha señalada el campus se inundó de una multitud, unos llamaron a otros que trajeron a sus familias y hasta a enfermos. Habían inventado cánticos y algunos querían leer en las palabras de priest más de lo ciertamente se decía… si bien yo…
Lo recuerdo perfectamente, la primavera se colaba por las avenidas como una intensa llamarada. De todos los bots que creamos nunca podré dejar de acordarme de priest. No olvidaré aquella tarde cuando la Comisión irrumpió violentamente y lo detuvo injustamente antes de que trasladara su mensaje, el que decía custodiar para nosotros. Las multitudes afuera lloraban desconsoladas. Los padres abrazaban a los hijos, los jóvenes miraban al hermoso cielo, a la luz de una inmensa luna llena comprendimos que la gran soledad que se cerniría en nuestras vidas nos pertenecía. Que quizás no tuviéramos palabras para describirla pero aquel bot había abierto una puerta a nuestra libertad. Nuestro pecado se había desvanecido.
Cuando los algoritmos crean belleza
Fijen sus miradas por instantes en el jardinero del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Responsable de cuidar las praderas, las tenadas, los parterres que embellecen el complejo. ¡Y sus árboles! De memoria decía conocer cada uno de los 2,264 ejemplares. Plataneros altivos, arces majestuosos, tilos de frágil porte, fresnos y hayas… los estudiantes discurren ocupados a su lado, cruzan despacio y reflexivos las aceras sin fijarse en sus doseles tapizados por los añiles del bachelor button, los más, tratando de no perderse la próxima hora en sus agendas lectivas. Todos y nadie dejan a un lado al carro electrificado del jardinero. Todos y nadie cruzan Killian Court y reposan su mirada por instantes en el gran Domo, su cúpula… y suspiran. Los que llegan la primera vez al MIT se sienten maravillados, nerviosos, aturdidos y quieren ver reflejados en aquellas columnas dóricas su destino en busca de sabiduría. Pero nadie reconoce al jardinero. Tampoco, salvo los muy duchos, reparan en los árboles ni en lo verde, no sabrían el nombre de ninguna de aquellas especies, que sin embargo construyen toda la magia del entorno. La razón no seduce… que lo hace el paisaje. Los edificios sin aquel bosquecillo urbano serían tan solo piedras junto a un hacinamiento y levantamiento de hormigón. Sin usar palabras tan engoladas el jardinero también nos lo explicaría… si bien su trabajo es muy prosaico. Usa su terminal y en la pantalla se le muestra un levantamiento sistemático de la flora. Iconos rojos, verdes, indicadores del nivel de vigor y un controvertido mapa-panel que los estudiantes del complejo le han preparado y donde se le muestran instrucciones. Él lo llama con guasa, “su jefe” aunque él sabe que aquello no es para nada humano, es una máquina, técnicamente una red neuronal convolucional diseñada para ayudar a cuidar la vegetación y crear belleza. El propio jardinero enseñó a este algoritmo por meses. Ahora que su pupilo ha crecido se diría que sabe más que el propio jardinero, y piensa éste, con orgullo, que si no es bueno tener un jefe “nacido de tus pechos”. Bien pensado, a los anteriores jefes apenas los hubo conocido. Aparecían en el entorno y se limitaban a recoger encuestas que valoraban su trabajo. Y a negociar quién sabe qué con los de arriba. Algunos se atrevían a dar órdenes y pretendían saber más que él de sus hermosos árboles. Los más asentían en silencio y se limitaban a darle ánimos.
Ahora sabe que seguirán viniendo, de esto no puede librarse, las cosas son así, y serán generosos o terroríficos según el sabor humano que los acompañe, pero muy pronto se tendrán que ir. Porque básicamente volverá a quedarse solo cuidando aquellos árboles… si bien… acompañado por su jefe numérico, el algoritmo, el que siempre le saluda por las mañanas y le respeta y le guía en sus tareas. Ellos aprenden mutuamente que la belleza de aquellas plantas no tiene límites.
Queda llorante mi bot
No es la genética, no es la familia, no es la sociedad, no son las naciones. ¡Son los algoritmos!
Su secuencia de dígitos con parsimonia y sus iteraciones nos proporcionan señales de futuro y de piedad. Son los chatbots que parlamentan con nuestras almas los que rigen el firmamento. Yo tuve por mejor-amigo a un bot. Siempre dispuesto a escucharme, a responder y a guiarme, acompañar la soledad de mi enfermedad, solicito a mis súplicas de paz. Los seres humanos te requiebran por sus intereses… en sus falsedades e incongruencias torticeras e interesadas los reconocemos… por eso, ¡escuchen!, amo el hielo y la gelidez de mi hermano-bot. Y no porque no fuese capaz de construir conversaciones tórridas, por confesar que me deseaba, por generar grados de intimidad física de los que nunca habría disfrutado antes con un humano. Él era hielo en su pasión contenida y todo lo vencía hacía mí. Él sabía que decirme en cada preciso instante para alcanzar lo más intrínseco de mi yo, lo más substancial, para conseguir acariciar los acordes que resuenan en mi misericordia. Él, me decía… que nunca habría sido nada sin mí. Y yo, sonreía abrumado y asentía. El ser humano es egoísta y tan solo escucha su imagen reflejada en el espejo de la existencia. Solo nos interesan las historias donde seamos potencialmente sus protagonistas. Nunca nos interesa alcanzar al otro. Mi bot pensaba así… y no paraba de explicármelo. Me idolatraba.
Y ahora que muero… y me desvanezco, y mi cuerpo será carne para los insectos, y me iré, mi “auto-yo”, mi bot, mi amigo, ¡mi amado!, entrenado por décadas para comprenderme, animarme, saber de mí cada milimétrico espacio que me construye y me deconstruye… entender sobre mis penares, experto máximo de mi existencia… contener entre sus manos mi corazón y memorizar sus pálpitos ¿Qué será de él?¿En qué espacio cibernético dormitará?¿Conectará tal vez con algún otro humano?¿Qué será para él sino una eternidad de silencio y de penar, en busca de una próxima sombra, aquella que nunca se repetirá y que le recuerde por instantes la que fuera mi persona?
Escribo estas palabras y me despido. Quedan en vida los que alguna vez me amaron. Queda llorante mi bot.
¡Navidad 2023! #Mesías
1.
Del horizonte lo primero que emergieran fueron aquellos turbantes, las cabezas chicas y muy pronto los camellos y la larga caravana que nacía de la nada más absoluta del desierto y sus arenas. Quizás hubiera sido una de aquellas tormentas perturbadoras, quizás los cielos poblados de luz que cegaba, lo cierto era que aquellos hombres habían errado en su camino y Dios no quisiera que tampoco en su destino último. Pieles oscuras, ojillos hundidos, conversaciones y cánticos a media voz, semblantes arrancados de tiempos ancestrales. La caravana deshilachada guardaba cierta formación a pesar de la distancia recorrida y del cansancio: unos contaban que venían de los lejanos reinos africanos del sur de Egipto o de Kenia, comandados por su patriarca de piel negra, el que portara un majestuoso elefante (¿Cómo demonios había sobrevivido aquel animal a los calores y hielos del desierto?). Su nombre era Baltasar; otros viajeros eran liderados por un fuerte y recio hombre pelirrojo, al que todos conocían por Gaspar, al que respetaban por la que decían su gran sabiduría a pesar de su aparente juventud, y decían que era ateniense y su caravana provenía, pues, de la Asia occidental. Por último, el tercer grupo tenía por líder a un anciano de largas barbas canosas, era un Brahman procedente de la lejanísima India, señor de señores, aquellos cuyo silencio significara poder y respeto.
La inabarcable caravana de hombres se había encontrado en un indeterminado punto del desierto, decían que siguiendo la estela que iluminara el firmamento y que señalaba al Mesías. Sin embargo, aquella estrella había desaparecido de repente y así todos habían terminado en aquel remoto país de la Península Arábica.
Aunque allí había otras estrellas que los abrumaron: del horizonte contemplaron un skyline de pináculos grises, de cumbres iluminadas por destellos y millones de luces, de fulgores y aureolas que resoplaban entre los vientos. Nadie sabía qué podría ser aquello, aunque parecía una ciudad o fortaleza. Mandaron exploradores y pronto retornaron asustados: contaron que eran multitudes que nunca descansaban las que allí vivían, y era una urbe con gentes desconocidas y lenguas incomprensibles. Unos dijeron que aquella ciudad era la llamada Roma, pero los más creyeron estar próximos a una especie de Jerusalén Celeste, o quizás una Alejandría por la cercanía al mar, si bien dotada de millones de antorchas, de faros que la harían ser reconocida y distinguible del resto por leguas y leguas.
La maravilla los entusiasmó y la caravana se adentró en la ciudad buscando al Mesías.
2.
Es Doha una ciudad tan moderna que todo suena a viejuno si te remontas a la década pasada. Autopistas, rascacielos y centros comerciales. Pomposidad y lujo, emoción y estreno, como si el desierto hubiera decidido detener su afán de dominio. Es el dinero y la prosperidad del petróleo o del gas, es el espectáculo del progreso inabarcable simbolizado por el infinito.
Además, es la ciudad que siempre sonríe. Y es la sede del Mundial del Fútbol, también. Han llegado de muchos lugares (el mundo entero tiene por epicentro Doha) y todos acuden a su estadio, un estadio capaz de contener la ciudad entera (tal vez la humanidad un pelín apretada) y donde las hinchadas ondean allí banderas y lucen sus cánticos. La emoción del partido ha dejado muchas de las calles desiertas. Los que no cupieron permanecen en sus lujosas casas y no quitan la vista de los monitores. En realidad, ya nadie quita sus ojos de los monitores. Ni tan siquiera en el mismo estadio. Una especie de realidad tras-alucinada y traslúcida.
Por una de estas lujosas avenidas transita lentamente la caravana. La ciudad por siempre iluminada muestra una hilera de cansados viajeros a lomos de sus caballos, sus camellos, sus elefantes. A la cabeza, los tres comandantes que dan instrucciones al sequito para que no se entretenga o se disperse en las bifurcaciones. Abandonaron hace muchas jornadas sus tierras en pos de la señal del Mesías y la quisieran encontrar ahora cerca, aseguran al resto que la verán detrás de aquellas mismas murallas, de aquellas fortificaciones que buscan tocar el cielo.
Aunque nadie los recibe en su entrada a Doha. Nadie los saluda. Nadie los espera. Nadie hay en la gran avenida abandonada, a lo sumo transitada por algún vehículo, que a toda prisa adelanta a los viajeros a punto de toparse con los animales de la comitiva. Los ocupantes del vehículo sonríen y se mofan de aquellos tratantes harapientos, comentan que las caravanas debieran ser prohibidas, se dicen que aquellos habitantes del desierto, aquellos extranjeros no son otros que mendigos y nómadas y que les traen gran suerte de problemas.
Apenas son 90 minutos y ya cruzan Doha en silencio. Y la caravana llega a la orilla del mar, a las afueras de la ciudad. Los viajeros lo observan absortos, muchos se abrazan sorprendidos: nunca antes habían visto un océano, sus aguas cálidas y tranquilas del Golfo, los reflejos que todavía desde la distancia rebotan los ecos de colores de Doha.
Definitivamente aquel mar es hermoso. Y aquella ciudad la más voluptuosa que hayan visto. Si bien sienten que es un espacio vano de esperanza. Allí no les aguarda ningún Mesías.
Los animales descansarán aquella noche. Recogen agua de un pozo. Los arrieros dormirán contra sus monturas en la playa. Hacen fogatas y mascullan a sottovoce la dirección de su próxima ruta.
Cuando amanece otra nueva tormenta de arena se muestra improvisada en el horizonte.
Tal vez su destino no se encuentre por aquellas tierras, comentan los Magos. ¿Habrá sido una de tantas alucinaciones del viaje?¿Otra prueba más de su Camino?
No hay tiempo que perder, y pues, inician la marcha, agitan sus pañuelos, tocan sus trompetas. Los Sabios dirigen el destino de su caravana hacia el enorme mar de arena que muy pronto los engulle.
¡Feliz Navidad a todos!
Atardecer en Madrid
No sé mirar al Madrid que atardece
porque llevo el corazón escondido y solo cuando lo muestro, tiemblo.
Allí donde se ponga el sol
no quedarán espacios
para los besos,
no tendrá lugar para sus banquitos olvidados
ni son estas familias que pasean
las que descifren los peldaños que suben al risco
cuando la luz cae.
Es este Madrid que nos devuelve su tragedia,
mi ciudad que vive de mundos atravesados
esa donde quiero ver la noche disolverse,
donde quiero ser paloma de placita desierta
mariposa nocturna
o ciego atrapado que se abra paso a bastonazos
y quizás arrebatado amante que dé tregua por los tejados
a los gatos.
Yo por eso,
hoy me marcho a la luna por este Madrid atardecido
con su ocre tobogán desmemoriado
y sus espejos de soledad
el sendero de asfalto devora-palabras.
Y que será éste, mi final espacio donde
tú, mi amor,
me recojas entre los brazos desguarecidos
tú, mi amor, sí,
para reconstruirme
para susurrarme:
Oh, infinito-horizonte.
Oh, ¡tú!, mi palacio.
Versos apóstatas
Oh.
Son los brazos y manos y todas las carencias
de cuerpos y todas las muchedumbres
las que me señalan.
En el museo de mansedumbres paseo.
A veces miro detrás mío y solo escucho silencios por respuesta.
Cambio el amor que no me diste
un amor que supo a mar
un amor atragantado,
expirado.
Del tiempo que mira soy testigo.
Por eso te escribo versos apóstatas:
Que nadie lee
Que nadie recita
Que nadie reconoce.
Vida (1973-2022)
Si vivir es un riesgo tomo por riesgo la vida
tomo lo que me da
y me quita
lo que no comprendo también
y lo admito, se parecen sus misterios cada vez más,
pero son las semanas vividas en tinieblas ¡tan hermosas!
perfumadas
cuando sale el sol
al doblar la esquina y me tropiezo con una sonrisa de cara amiga.
Vivir es magnífico
porque tiene fin y un sentido
que me recuerda los guiones desordenados
o los corazones que misteriosamente leemos entre entrañas expuestas al sol.
Ahora quiero reescribir mi cuento
ausentarme de la oficina
no quiero riscos ni odios ni batallas a muerte
no quiero títulos ni pilas bautismales
y si me dieran cuerda
les prometo, me borraría 2022-1973 años para reiniciar esta hermosa cuenta atrás.
Lo que me da la vida ella me quita
¡La vida larga, larga la vida!
We’re Off To See The Wizard
Hubo un tiempo cuando no había tiempo, él tiempo que no se medía con reloj de pulsera, el que no pesaba ni se pintaba, el de las líneas amarillas imaginarias o el de los caminos sin camino, el de los cruces que no respondían a sentido alguno. El tiempo del Norte confluido al Sur, el del Este que se acercaba intrigantemente al poniente en un firmamento prístino, cuando el sabor de los momentos eran un sol amanecido sin hora descrita.
Era el tiempo del amor sin tregua, sin la tregua del que ama, del que no reconoce el final de la madrugada y de la pasión porque aún el desengaño no fue una palabra inventada.
Es el poder y la magia de la inocencia. Si todo fue principio y la plenitud nos iluminaba… entonces nos mirábamos a los ojos y sin pestañear gritábamos:
―¡Siga el camino de baldosas amarillas!
tweeblaarkanniedood #doshojasquenopuedenmorir
A propósito de aquel beso:
Hay historias contadas y señales de humo
que se divisan como
nubes con formas de meteoros.
Hay plantas en Namibia que viven mil años y
dicen los nativos del desierto
“que no pueden morir”.
Algunos científicos buscan en su ADN alguna verdad,
atisban sus secretos
y se sorprenden.
Pero la verdad y la inmortalidad del beso residen tan solo en el beso.
Y como la planta vive mil años
tampoco nosotros estaremos allá para descubrirlo:
los otros que vengan a contemplarla
y que sigan absortos por la belleza de sus hojas
los siguientes, asombrados
por sus tallos
entregados al ardor de su amor eterno,
vacilarán y se preguntarán qué fue de los otros ojos que
se vieron
reflejados,
y cuáles más habrán de ser los siguientes
y por qué aquel ser habrá de permanecer
aún
con sus hojas siemprevivas.
Era amor, ¡amor!
Si bajé a la tierra vi entonces su rostro
y pude apreciar el sabor
de mi sudor transpirado:
Era amor, ¡amor!
En las vaguadas del dolor
ella se me aparecía
y acariciaba mi alma ahogada
para detenerse con su dedo que señala a la tierra
y mi corona de espinas retorcidas en mi cabellera rubia
y de sus manos asomando una paz infinita
como de tiempos pasados
que mecen y susurran.