A veces él sentía un dolor agudo que le nacía del puño del corazón. A veces se imaginaba abrazándoles. Eran tres. Eran dos. Eran uno. Era todos juntos, su familia.
Sentía el pum-pum-pum deslizarse cuesta abajo. Una pendiente que podría tal vez arrastrarle lejos la soledad, la hija-puta soledad ésta que le hacía atragantarse por las mañanas: ¡socorro! Y su barrigota ante el espejo mientras se afeitaba.
¿Cómo podría haber dejado pasar todo esto? ¿Cómo permitió que aquel cáncer conquistara las paredes y la puertas, qué devorara su amor, que lo licuara, que lo in-substanciara, que fuera la papilla torva que ahora ve desfilar exánime todos los días frente a la cama?
A veces cuando creía verla llorar sentía la cremallera de su corazón dar vueltas. Se abría rajado el pecho delante suyo, le habría dicho, toma, quédate con mis entrañas, porque te quiero te las regalo.
Pero ya no sabía hablarle. Y le rehuía porque no hacían sino intercambiar diez palabras con ella y se gritaban. Lo hacían delante del pequeño. Lo hacían por teléfono. Lo hacían por correo electrónico. Era horrible.
En la incomunicación él se desnudaba y se escondía entre las sábanas, e imploraba un genio o un superhéroe que recogiera los pedazos de sus lágrimas, tal vez para construir un barco. O por lo menos para apretar el botón “fast fordward”.
Quería amanecer entre sus brazos. Pero aquellos centímetros ocupaban un hemisferio completo.
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