Soñaba con ser príncipe de su imperio imaginario, un imperio donde tuviera gato, tal vez dos, gatos mansos que salieran a recibirle de regreso del curre. Imperio de cuarenta metros cuadrados y dos habitaciones de luz cristalina. Soñaba con vivir solo, despanzurrado a sus anchas, sin otro deber que regar las macetas o repasar el polvo acumulado. No quería nada, nada salvo una cama, un armario prácticamente vacío y sin ningún libro. Las paredes grises y agrietadas y un cuarto de baño que no compartiría jamás con nadie.
No era necesario dinero ni acomodo ni hipoteca ni hacienda ni obligaciones. Cuanto más era menos para él. Y sin quererlo soñaba con su pequeño ducado, un ducado desprovisto de lujos, una ínsula a la cual los viajeros nunca se acercasen y de la cual él fuera su dueño: sus puñeteros cuarenta metros cuadrados, que no son tumba sino un saloncito ampliado, la cocina compacta y americana, y en una pared un aparador con el retrato en blanco y negro de sus padres.
Hay sueños que atesoramos intensamente, pero que si nos preguntarán los negaríamos a ultranza… pero que deseamos en lo más profundo de la noche. Si viniera el hada buena la timaríamos, mataríamos por ser reyes de un imperio dorado, regado de monedas de oro y diamantes.
Y en realidad tan solo querernos perdernos y que nos dejen en paz.